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Alejandra

A Carlos siempre le aterrorizaba escucharme hablar. Solía mirarme en la distancia; protegiéndose. Como si al acercarse estuviera descubierto ante cualquier amenaza de sobriedad. Yo no sabía qué hacer cuando miraba a todos lados como un cervatillo asustado. Conocí a Carlos un día de verano sin sol, sentado en la cafetería; flaco, pelo negro, y manos grandes. Parecía el rey que se tiraba toda la vida construyendo un mundo entero, para que después, le diese miedo. Por aquel entonces yo estaba en una etapa en la que o era Carlos, o la heroína. Así que aceptaba su regazo para huir del mío, pero me sentí aceptada por unos brazos que no me pertenecían, y dejé de notar cuando acababa mi cuerpo y empezaba el suyo. Durante meses, en las sábanas de Oporto, nos escondíamos: él huyendo del miedo, y yo de mí.

Aprendimos a tratarnos como animales durante el otoño. Supimos adaptarnos al hábitat que conllevaba huir de lo que nos solía joder. Ya no había dolor, solo bocados en las tetas y mi culo y su cuello y nuestra esencia malherida. No éramos bestias, solo estábamos en peligro de extinción. Carlos se convirtió en la única fuente de mis sentimientos, y cuando algo fallaba, solía formar ríos en mi cuerpo. Entonces su boca se convertía en mi salva vidas, mi pelo le enredaba las muñecas, y ambos sabíamos que si uno se hundía, el otro no podría subir. Nunca nos quisimos del todo, solo nos mirábamos como si no nos faltase nada.

Llegó Barcelona. Nuestra cama se convirtió en una página en blanco en la que no nos atrevíamos a escribir ninguno de los dos. Nuestro pasado estaba tan lleno de tachones que decidimos así dejar de crear historias. Pero seguíamos siendo los mismos incapaces de regresar a nuestros cuerpos. Nos teníamos atrapados: mi cabeza encajaba a la perfección en su clavícula, nuestras lenguas eran del tamaño de mis lágrimas, y su mano en mi piel significaba para mí comer después de dos años. Me gustaba sentir a Carlos encima de mí, pero tenía la constante sensación de que me estaba olvidando de algo. Nos transformamos en un nombre propio, y los ríos que recorrían este cuerpo desembocaron en un océano. El azul de Carlos tintaba mi pecho, y a veces, aunque lo negase, mi sonrisa sabía a agua salada. Supe que me mantenía a flote, pero a momentos recordaba que, antes de él, yo era tierra firme.

Empecé a sentir frío. Carlos decía que solo era porque estaba llegando el invierno, y que lo único que debíamos de hacer era querernos. Creía que tenía razón, pero nuestra cama se estaba mojando porque yo no paraba de calar su azul, y mi sonrisa en su cuello, dejaba pasar el frío entre las sábanas. Ya no era su boca la que me hacía regresar, ya no eran sus manos en mi garganta las que le hacían olvidarse de todo. Ya no era mi cuerpo su reino, y su voz mi anestesia. Notaba como el océano se expandía por mis extremidades y llegaba a mi garganta. Su lengua lamiendo mis piernas creaban mi distancia hacia la superficie, su respiración conseguía dejarme sin fuerzas, y sus dedos en mi piel me mojaban los ojos. Tardé en ver que Carlos tenía en las manos las flores que tanto me había costado plantar en mí, y recordando lo que un día fui, dejé que el musgo creciera.

Sobreviví al invierno. Sentía vergüenza de la neumonía que me había producido el azul de Carlos, y decidí crear presas para no calar mi tristeza. Pero, una mañana, el océano desbordó mis ojos, y Carlos nunca volvió a mirarme como antes lo hacía. Nos convertimos en seguida en el final trágico de una película muda. La despedida surgía en silencio: era un él mirándome con miedo, y un yo preguntándome constantemende desde cuando no regaba mis plantas. Mi cuerpo se transformó en un charco, y el mismo Carlos que decía que cruzaría mares por mí, no supo salir del barro. Nuestra última estación fue en Galicia. Él no supo ver que no tocaba con los pies el fondo, que su océano me tapaba, y a mí me empezó a dar miedo respirar.

Y en primavera, Carlos deshabitó la parte de mi vida que se amoldaba a sus manos, y me dejó en la profundidad del océano, colocando desesperadamente mis flores muertas en aquel cuerpo azul sin vida. A veces hubiera preferido la heroína.


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